sábado, 27 de septiembre de 2008

Telarañas

El negro cielo lloraba: eran lágrimas largas y acerinas, brillantes y orgullosas, frías y afiladas. Cada existencia montó a su propia conciencia deseos y argumentos, sueños y realidades, memorias y abandonos, algunos más ciertos que otros. Nadie pareció notar la lluvia, solamente aparentaban sentir el frío. Nadie tampoco notó que yo no estaba ahí, sino más lejos; evadiendo la historia de siempre con más ingenio que nunca. Sentí entonces que el ambiente me incitaba a atacarme, a pagar cada palabra con diez kilos más de culpa. El exterior era un claro reflejo de mi mente, aunque quizá sólo dos personas sospecharan de su traducción, ninguna de ellas presente. Después viví, muy cerca de la muerte, unos segundos de aquello que nuestra especie sepultó en el pasado.

Y aprovechando el acero que el cielo transpiraba, decidí cubrirme un rato en una improvisada armadura. Ignoré el contacto de su álgida textura con mi piel y me aferré al calor que tu recuerdo en mí generaba. Luego me cubrí de silencio y esperé a que el sonido de las olas llegara a mis oídos y su calidez tocara mis pies. Entonces, todo fue magia por un momento. Mi sorpresa no se podía externar más allá de las paredes de la armadura, pero el barro iba tomando una forma fina y hermosa. Y de la calidez pasé de nuevo a lo gélido, mientras sosegaba mi espíritu con mis vetos autoimpuestos, que no eran mas que pinchos que hacían sangrar mi ilusión.

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