viernes, 20 de noviembre de 2009

Huída

Habiendo disfrutado de un mundo confortable durante la mayor parte de su vida, decidió salir y perderse. No es que quisiera ir a algún lugar en específico, simplemente no quería quedarse en donde estaba. En cuanto pisó la calle, corrió y corrió hasta donde sus energías y su voluntad le permitieron llegar. Mientras corría, escuchaba al viento susurrándole insultos con agresivos seseos. Los aguijones de la noche se le clavaban en la piel, desgarrando levemente su carne, menguando su desesperación, haciendo más violentos los latidos de su corazón.

Cuando ya no pudo más, cayó de rodillas al suelo abrigado por la luz de una Luna amarillenta. Sangre y sudor eran una misma cosa en su piel y se deslizaban gota a gota por su rostro. Sus jadeos, sin embargo, no denotaban desesperación, y poco a poco su respiración se fue acompasando. Las palabras del viento aún retumbaban en sus oídos, y cada vez se escuchaban más agudas, más cortantes, más hirientes. Lo soportó tanto como pudo haciendo acopio de sus últimas fuerzas, hasta que fue inevitable que lanzara un grito al cielo.

Aquel grito significaba todo lo que él significaba. Era tanto su frustración como su entusiasmo, tanto su alegría como su dolor. Aquel grito era su propia vida, y la entregó a la noche sin tener miedo de nada.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La ventana, el viento y la ausencia de la Luna

Trató de fijar su mirada en su sonrisa, y encontró unos ojos esquivos y tristes. La sonrisa se acentuó, pero a la vez fue evidente su falsedad. Intentó mantener la mirada, pero la radiante luz que emanaba de su cara le hizo apartar sus pupilas al suelo. Ambos respiraron un momento los mismos sentimientos e intenciones, aunque, luego de esos segundos, volvieron a su propia oscuridad, a la que algunas veces llamaban errores y otras veces ingenuidad.

Él tomó entonces ocho estrellas del cielo y recordó su origen antiguo, y con ellas trazó un mapa de luz que grabó en su conciencia. Se propuso entonces seguirlo y llegar hasta el final, convencido de que encontraría entonces algo más valioso que su propia felicidad, algo que sólo podía compararse con ver de frente a una divinidad. De tan solo imaginarlo se le heló la sangre.

Entonces él se dejó llevar y, cerrando los ojos, se puso a volar. Llegó a su ventana y posó su mano sobre el cristal. Ella estaba dormida. No quiso despertarla, aunque se preguntó si debía hacerlo. A fin de cuentas era una ocasión excepcional. Tocó el cristal suavemente y la llamó por su nombre. Cuando ella abrió los ojos la magia pareció terminar. Él intentó aferrarse para no caer, para al menos hablar un sólo segundo, pero fue demasiado tarde. Las obligaciones de ambos los hicieron alejarse y la sangre se volvió tibia de nuevo. Ella creyó que sólo había sido un sueño.

Él abrió los ojos y se sintió aturdido. Su corazón latía violentamente y sintió su cuerpo adolorido. Estaba solo en la negrura de la noche, con el mapa que había trazado ahí delante. Había tenido otra de esas visiones, más habituales día con día, pero con interpretaciones cada vez más vagas y confusas.