domingo, 28 de diciembre de 2008

Crónica de un viajero (Parte I)

Ya ha pasado poco más de un año desde que me dí cuenta que ese lugar, tan recurrente en mis sueños, existía de verdad. Cuando me enteré, sentí un fuerte deseo por encontrar el camino para llegar allá. Pasé dos meses consultando mapas, registros y diarios hasta que por fin, una noche de diciembre, encontré el sendero que debía seguir. Decidí que esperaría a mediados de enero para comenzar el que sería el más grande viaje de toda mi vida.

Cuando llegó la hora de partir, lo hice en silencio, de madrugada, sin despedirme de nadie. Era más fácil así puesto que no tendría que dar penosas explicaciones si me preguntaban hacia donde me dirigía. Mentir no era una opción, ya que nunca se me había facilitado hacerlo. Si me preguntaban, contestaría con la verdad. «A un lugar que he visto en mis sueños», habría dicho. Eso hubiera generado preguntas que no sabría responder. Por eso, opté por simplemente marcharme.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Sombras y silencios

Era joven pero siempre había aparentado más edad. Sus pasos, sosegados, denotaban una gran aflicción. Sus manos sangraban lentamente a través de cientos de diminutos arañazos. Probablemente tenía heridas más profundas en el pecho y las piernas, pero los holgados e inmundos ropajes que llevaba se encargaban eficazmente de ocultarlas. Su rostro, gélido y demacrado, asomaba muecas lacerantes de vez en cuando. Era evidente que, pese a todo, aún había algo que lo mantenía atado a este mundo. De no ser así la fuerte lluvia ya lo habría derribado, pero no: seguía avanzando, impasible, cuesta arriba por aquella oscura calle.
Se detuvo, por fin, ante el umbral de una vieja casa y llamó a la puerta. Esperaba que respondieran pronto, pero no fue así. Insistió nuevamente. Pensó que quizá había sido muy estúpido de su parte el haber ido a esa hora. «Pero... si no era ahora, ¿entonces cuándo?» se dijo, tratando de convencerse de que había hecho lo correcto. Volvió a llamar a la puerta, esta vez con más empeño. Comenzó a impacentarse. El dolor era insoportable, y ahora además debía aguantar el frío que empezaba a sentir. «¡Abre ya!», pensó para sí. Le habría encantado gritarlo, pero no tenía caso el hacer tal cosa, de todos modos nadie le escucharía. Decidió que tocaría una última vez, y de no obtener respuesta, se marcharía. Pero antes de que pudiera hacerlo se escuchó el chasquido de la cerradura y el subsecuente rechinido de los goznes. Desde el interior se asomaba un hombre joven que, en cuanto le vió, se desconcertó.

—¿Ya no me reconoces, Octavio?
—Por un instante creí que eras la muerte. Tu aspecto es deplorable— dijo Octavio.
—¿Tienes tiempo?
—Quieres hablar, ¿verdad?
—¿Por qué no has respondido mi pregunta?
—Sí, tengo tiempo— contestó Octavio—. ¿Quieres hablar?
—Así es. Tengo un problema que no se cómo resolver. Vengo a pedir tu consejo.
—Anda, pasa— invitó Octavio haciendo un ademán con la mano a su amigo—. ¿Te ofrezco una taza de té?
—Vine a hablar, no a escribir— dijo él mientras atravesaba la puerta.
—Por favor, sígueme— dijo Octavio al tiempo que le indicaba el camino a la cocina.
—¿Por qué vamos a la cocina?
—A mi sí me caería bien un te en este momento— respondió al tiempo que encendía la luz de la cocina. Luego se dirigió a la estufa—. Toma asiento, te escucho— dijo Octavio.
—No se bien por donde comenzar.
—Podrías comenzar por contarme cómo diablos te has hecho esas heridas— sugirió su anfitrión.
—Te habías tardado en sacar el tema, ¿no? Pues bien, han sido palabras. O mejor dicho, la ausencia de ellas.
—¿Ausencia de palabras? ¿De quién?— inquirió Octavio.
—De... un amigo— dijo él rápidamente—. O más bien, de alguien que hasta hace poco le consideré mi amigo.
Octavio ya sabía que, por más que preguntara, no lograría averiguar quién era esa persona, así que, luego de preparar su taza de té y sentarse a la mesa, dijo:
—¿Y cómo es que la ausencia de palabras te ha causado tales heridas?
—Eso hasta yo mismo lo ignoro, pero recuerdo que cuando esa ausencia de palabras comenzó, sentí un fuerte dolor en el pecho que...
—Un momento— interrumpió Octavio—. Con 'ausencia de palabras', ¿te refieres a que ese amigo tuyo murió?
—Claro que no. La muerte es un hecho doloroso del que, con el tiempo, nos recuperamos. Aprendemos a aceptar que no hay manera alguna de resucitar a quien se ha ido y así las aflicciones se disipan. Ésto, en cambio, es diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
—En que mi amigo sigue con vida y aún existe la posibilidad de que sus palabras dejen de estar ausentes.
—Ya entiendo— observó Octavio—, aunque no veo la relación entre eso y tus heridas.
—No he terminado de explicarte porque me interrumpiste.
—¡Oh, disculpa! Tienes razón— se disculpó Octavio—. Continua por favor.
—Pues bien, te decía que cuando esa ausencia de palabras comenzó sentí un fuerte dolor en el pecho que no me dejaba dormir. Al principio creí que se trataba de esos asuntos sentimentales, pero luego me di cuenta que no era así. El dolor había cruzado la frontera y había llegado al plano físico.
—¿Llegado al plano físico?— preguntó sorprendido Octavio.
—Así es. Sentí la camisa empapada y me llevé la mano inmediatamente al pecho. No era sudor, sino sangre. Cuando me miré noté que tenía una herida un tanto grande, aunque superficial. No le di mucha importancia. Me limpié, me cambié de ropa y seguí con mi día.
—¿Qué pasó después?
—A la mañana siguiente la herida me volvió a punzar y a sangrar, pero entonces la sentí más profunda. Cuando estaba por limpiarme noté que ahora tenía tres rasguños más en el pecho que me ardían demasiado. Me limpié, me cambié de ropa y seguí con mi día. Ya sabía yo que a la mañana siguiente sucedería lo mismo, así que cuando desperté no me sorprendió estar empapado de sangre. Me limpié, pero no me cambié de ropa. Era la tercera camisa que manchaba de sangre, y la última que arruinaría.
—Es la misma que traes ahora, ¿verdad?— inquirió Octavio—. Ya decía yo que era un color extraño. ¿Cuántos días llevas con eso?
—Ya va una semana. Las heridas se han vuelto más numerosas y más profundas y ya abarcan casi todo mi cuerpo. No se cómo terminar con esto, por eso es que he venido a pedir tu ayuda. El dolor es insoportable.
—¿Su ausencia de palabras te duele?
—Sí.
—¿Y no crees que tus palabras ausentes pueden herir a otros?— aventuró Octavio.
—¿Mis palabras ausentes?
—Así es— explicó Octavio—, las cosas que no dices. Tus silencios pueden herir también a las personas.
—Entonces... creo que debo soportar el dolor.
—Sí. Quizá nos hayamos acostumbrado ya a vivir con nuestros miedos.